Ahora sé que no es posible, pero cuando yo era niño,
Soñaba en mi candidez, que yo portaba la vela
Soñaba en mi candidez, que yo portaba la vela
Para encender cada día la preciosa luz del alba,
Ese niño tan travieso que en vez de entrar en la escuela,
Hacia el campo se marchaba y en el arroyo cercano,
Buscaba poder sentir en sus diminutas manos,
Unos trocitos de escarcha.
O contemplar como subía muy lentamente hacia el cielo,
El sol de cada mañana.
Aquel que cogió un buen día, un gatito que lloraba y el
Lastimoso maullido, que más parecía un gemido,
Se le clavaba en el alma.
El gato estaba muy solo y el pobre pedía ayuda,
Porque él no podía ni andar, pues se había roto una pata.
Ese que con gran cariño, llevó al gatito a su casa
Y ayudado por su madre lo curaba y lo cuidaba,
Cada día hasta que el gato tuvo curada la pata.
Y cuando ya estuvo bien,
El gato se iba tras él de agradecido que estaba.
Como un padre y como un hijo, el lazo que les unía,
Se lo habían tejido entre ambos, con paciencia y amistad
Y amplias dosis de esperanza.
Y esa ternura entre ellos y esa gran fidelidad,
Duró una vida muy larga.
Un niño que era muy trasto, muy inquieto y no paraba,
Que esperaba cada noche que bajara Dios del cielo,
Para que viniera a verlo y así él le saludara.
Así un día y otro día, pero Dios tenía trabajo
Y a verlo, nunca bajaba.
Para tratar de entenderlo, él, de pensar no paraba, Primero miraba al cielo y luego al suelo miraba
Y llegó a la conclusión de que Dios estaba lejos
Y por eso no llegaba.
Y se imaginaba ser, el niño que más soñaba,
Le salían de dentro y cuando ya supo hacerlo, escribía
Aquellas palabras que eran, cuando las leía,
Siempre creyó que era a él solo, a quien eso le ocurría,
Porque en su entorno amistoso o familiar, en su pueblo,
Ningún otro niño nunca, había escrito poesías.
Y es la vida de ese niño, que a menudo me parece,
Cual si mirara a un espejo y viera la vida mía.
a. jurado