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jueves, 4 de noviembre de 2010

Paisaje después de la Victoria (2ª parte)

Babylone. Qué podía hacer, lector mío, sino BAILAR,BAILAR y BAILAR, yo, que no tengo ni zorra idea, que jamás se me ocurre, ni siquiera alli, en aquella covacha inmunda, intentarlo.
     Ah, pero la Victoria da alas, te lo dije al principio lector mío. Ahora sería incapaz de marcarme un solo paso, pero entonces, y sólo entonces, como si de golpe me hubieran sumergido entero en el Caldero Ideal en el que se cuece la Música, y su más íntima sustancia me hubiera traspasado allí el tuétano mismo de los huesos, me encontré poseído de un sentido del ritmo tan natural y vertiginoso que incluso me llevó a cerrar los ojos. Solo estábamos allí los rios esos de Babylonia y yo, como el Heráclito aquella otra vez, bañándome pletórico dentro de ellos. Nada más. Bailé, bailé y bailé, porque estaba en estado de gracia, claro, y mis brazos y piernas y caderas, hasta los lomos, se me movían solos, animados por una cadencia extrañísima en mí que se fundía con la misma música, a la que sentía yo igual que a la misma sangre recorriéndome las venas.
     Cuando quise darme cuenta y entorné un ojo, -creo que fue porque a Amparo se le había hecho añicos entre las manos un vaso tras el mostrador, por la sorpresa de verme desde allí tan inusualmente desatado- todo aquel ganado discotequero me había dejado para mí solo la pista entera. Habían hecho círculo alrededor mío, y hasta me pareció que me admiraban, y con la misma veneración en ellas –incluso sexual, por más que jamás lo reconozcan- con que las hembras paladean  los sensuales contoneos de alguno de los negratas que de vez en vez allí se lucen. Durante un momento incluso ese inaudito fervor hacia mi cuerpo en movimiento, increíble, increíble, me resbalaba. Me sentía completamente ajeno a mí, como abducido bajo las aguas en catarata de aquella música, y cerré de nuevo los ojos, quizás buscando a tientas prolongar más y más mi propia delicuescencia.
     Sólo me hicieron volver en mí dos afilados pinchazos que de golpe noté por la espalda, a la altura de los omoplatos. Abrí los ojos y… ¡madre del amor hermoso!… allí estaba Carola, la espectacular Carola, bailoteando ella como una leona en celo tras de mí. Joder, la miré, y me dí cuenta entonces que lo que ella me había clavado en la espalda era la terminación picuda de sus pechos, que estaba ella en superlativas puntas. Como yo la sonreí, Carola siguió bailando conmigo, - en un segundo soñé que éramos Travolta y la Thurman en Pulp Fiction-, rozándome ahora su esférica y suntuosa trasera contra las delantera partes de mi negro pantalón. ¡Caramba, ahora el que estaba en mayúsculas puntas era yo! , que creo que me entiendes, lector. La tropa circundante empezó a batir palmas en ese momento, como si quisieran quizás animarnos a emprender la cópula allí mismo, delante de ellos.
        Pero los ríos babilónicos también de golpe se secaron, quiero decir, que la canción terminó y el Pincha, que desde su cabina estaría también de miranda, quizás asimismo algo excitado, dejó todo en silencio. Nadie sabíamos muy bien qué había que hacer entonces. Salvo Carola, que a medio metro mío, y taladrándome con sus ojos claros, empezó a remover frente a mí  su explosiva cabellera, agitándola de todas las maneras posibles, como bandera quizás de guerra, como si una galerna que sólo ella alimentara, nos empujara a los dos hacia un mismo rincón, que hasta la cara me rozaban sus puntas, las del pelo esta vez. Pero como a mí, cortada de golpe la corriente que me transfiguraba, me ganaba ya la sosería habitual mía y sólo mía, decidió Carola pasar sin remilgos a la acción:
     -Uff, no sabía yo que eras capaz de moverte así… ¿Me invitas en la barra a tomar algo, cielo?  
     Carraspeé. Volví a carraspear. Busqué luego, más allá de las filas de caras que no se perdían ripio de la movida, el rincón habitual de Conchi, el sitio del que nunca ella se movía, excepto para marcharse, bamboleándose tras sus muletas. Me miraba muy seria. Baila por los dos, había dicho ella. Carola, al ladito mío su torso rebosante, también me interrogaba, con un attaché de dramatismo finolis añadido en sus ojos, que eran de un azul algo falso, por demasiado perfecto. Joder, ni que el destino de Troya dependiera de mi decisión. Casi estaba más a gusto cuando era sólo una nada trasnochada, un fracasati.
     Sé de sobra que tendría entonces que haberme encaminado hacia el taburete de Conchi, que debería haberla abarcado allí mismo entre mis brazos, a ella y a sus muletas, y con ella en vilo salir así los dos juntitos del Antro, delante de toda la concurrencia. Pero no lo hice. No hice eso… porque yo no soy un Héroe: sólo soy el número ciento cuarenta (entre doscientos) en un infame ránking padelero de un suburbio madrileño. Tampoco invité a nada a Carola. Y no hice esto porque es que tampoco creo ser un villano. De sobra sabía yo también que no se nos había perdido nada juntos a los dos, que sólo buscaba ella vacilarme un poco y encelar más a su inacabable cohorte de pretendientes con el tío más resultón en esa extraña noche. Además, sin el agua de esos ríos babilónicos alrededor mío… yo es que no era nada, es decir, era lo de siempre, y Carola… bueno, que había una legión de guaperas por allí con los que ella pegaba mucho mejor que conmigo. Creo, por el estruendo proveniente desde la barra, que a Amparo, cuando me vió dejar correr el agua deliciosa que Carola sonriente me ofrecía en las manos y darme la vuelta hacia la puerta de salida, debió derribar una estantería de botellas entera. Y entonces, el waka-waka de Shakira que al Pincha por fin se le ocurrió para llenar el vacío clamoroso que allí se abría, disolvió de un plumazo la escena, la tropa empezó a componer los aprendidos aspavientos de rigor que la cancioncita demanda, y todo retornó a la estricta normalidad del Antro.
      Fuera, en la calle, la noche otoñal, arrebatada de estrellas por arriba, seguía soñándose veraniega, aunque un viento liviano que justo entonces se levantaba pugnó por despertarla a la realidad de las cosas. Me sentía raro, y como en las películas pretenciosas, aspiré a bocanadas ávidas el aire, como intentando descifrar en la nariz el pálpito poético que siempre el aroma de la noche contiene. Desde el armatoste metálico en que guarda las llaves de los coches, el Intemerata me salió al encuentro. No podía saber él nada de cuanto había ocurrido dentro. Me exploró la cara durante otro segundo interminable, soltó el aire como si algo a él tambie´n le estremeciera y al cabo me dijo:
     -Pues mire, Señor, qué nochesita tan relinda que tenemos, y qué goloso está el viento, que dan ganas casi de comerlo, ándele, pues, y no se aflija más, que anduvo usted esta noche ahí dentro pero que bien rechulo, que aún le llamea el resplandor mismo del Sol sobre las espaldas, mi Señor.
     Y así consiguió el muy macho cabrío andino (o algo así) que yo me sonriera, y que al punto se curara mi aflicción, y que volviera a pensar en la increíble Victoria que hasta allí me había traído. Ahora, que han pasado ya unos días, doy en pensar que el verdadero Aura es el que consigo cada día transporta el Intemerata.
     

       
          


  

 
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