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lunes, 3 de enero de 2011

Pequeño cuento para Quiela.

Una lágrima corrió como araña sobre el desierto de tu expresión. Yo traté de cazarla con mi dedo índice, ese que siempre dibujó carreteras de arena sobre la seda de tus mejillas, o sobre tu espalda, comunicando en un mismo impulso el lunar ermitaño que habita en la órbita de tus nalgas con los lunares que forman constelaciones y bailan en tu cuello. Sin embargo la lágrima fue mucho más veloz y se refugió en la comisura izquierda de tus labios, desapareciendo en tu boca. Entonces regresé mi mano al calor de mi bolsillo y me quedé tratando de tender un puente entre tus ojos  los míos, para poder penetrar con mi mirada tu tristeza de fósforo consumido. Pero nada. Tus ojos miraban al suelo, al hoyito en la manga de mi suéter, a la izquierda de mi pierna, a mi hombro o a cualquier parte menos a mis ojos, y yo me sentí perdido, como si tus ojos fueran el astrolabio que orienta el barco de mis exaltaciones hacia el puerto seguro de tus brazos, última extensión de la tierra que lleva tu nombre. 

Traté entonces de pronunciar unas palabras, pero no me salió nada, como cuando uno abre la canilla para lavarse y la ausencia del agua lo desconsuela de toda su esperanza, así estaba yo, ausente de palabras. Y tú cubierta de silencio, ni siquiera te escuchaba respirar. En esos momentos quise arañar a la luna. Arrancarla, fundirla, asfixiarla entre una maraña de nubes. Y es que quizá a oscuras, completamente a oscuras, el miedo te obligaría a acercarte un poquito, a decirme algo, a tocarme con un suspiro... O quizá yo me animara a tocarte. A pedir perdón o a golpearme en la cara con una piedra, como muestra de arrepentimiento. Entonces, mientras yo fantaseaba con matar a la luna, tus labios se movieron un poco. O quizá no, ahora no estoy completamente seguro de que así haya sido, pero en esos momentos me pareció que se movían, de forma casi imperceptible, como un pequeño reflejo muscular. Y yo pensé que me había salvado, que en la tempestad del mar en el que me encontraba había vislumbrado el destello de tu faro salvador, el que por fin me llevaría hacia la tierra que lleva tu nombre: Angelina Beloff.

Pero tu sonrisa nunca apareció. Y si existió en algún momento, si nació, entonces se perdió inmediatamente después, o nació muerta. Entonces me miraste a los ojos por última vez; una mirada velocísima, como un rayo, y yo supe que el relámpago de tu mirada había partido mi barco en dos, y que ya no podría salir jamás del mar que había empezado a tragarme. 

Nunca más la tierra de tus brazos. Nunca más el sol de tus besos en mi espalda. Nunca más el faro de tu sonrisa, las semillas de tus palabras floreciendo en mi sonrisa. Nunca más las aves de tus manos volando por mi cuerpo. Nunca más. Nunca.

Después te diste la media vuelta y comenzaste a alejarte para siempre. Pero yo ya sólo te veía las piernas pues había empezado a hundirme. Te alejaste muy pronto. O quizá yo zozobré muy deprisa. Lo último que intenté fue mirar a la luna, pero ya no estaba. Había desaparecido tras una nube, alejada quizá por mis pensamientos, como un karma. Desde entonces vivo en el fondo del mar. Y a veces, cuando creo que vislumbro el destello de un pez linterna al que nunca puedo ver, me acuerdo (y eso tal vez me salva o me destruye) de que quizá estuviste a punto de sonreír.

 
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