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sábado, 11 de diciembre de 2010

LUISALBERTO MELÉNDEZ MELÉNDEZ*



(Al viejo Polo y a Mama Goya, dedico)



Esta mañana tuve un mal presentimiento. Un mal presagio. Se lo comuniqué a mi hermana Raquel. Ella, tímidamente, me respondió: “Yo también”. Mi hermano Luis Alberto Meléndez Meléndez, desde ayer –18 de diciembre— no aparecía y sus teléfonos celulares estaban apagados. Varias veces marqué sus números en vano. Mi madre estaba nerviosa, preocupada. A las 8 de la mañana, fui con mi sobrino Luis Alberto Meléndez (hijo) a colocar la denuncia por ante el CICPC-Carora. Antes yo había ido a hacerme unos exámenes en el laboratorio de la Lic. María Chami, amiga de la familia. Media hora después llegó a casa de mi mamá, mi cuñado, Hernán González. Le conté de mi intranquilidad. De repente suena mi celular y al ver que era mi sobrino Luis Alberto (hijo), lo abro inmediatamente, y oigo que me dice –aturdido por el dolor y la impotencia– que el cadáver de mi hermano Luis Alberto Meléndez Meléndez se hallaba en la morgue del Hospital “Pastor Oropeza”. De inmediato Hernán y yo, nos abrazamos, y ambos, lloramos, sin percatarnos que mi adorada madre, se encontraba en la cocina. Ella, al oírnos llorar, desesperadamente, salió al pasillo y nos preguntó: “¿Lo mataron?”, “¿Mataron a mi hijo?”... No pude responderle ni siquiera me atreví ver su demacrado rostro. Le pedí a Hernán que me llevara al hospital. En el trayecto llevaba una esperanza. Una maldita esperanza: de que no fuera mi hermano. Llegamos al hospital. Entré y lo vi. Terriblemente torturado. Despiadadamente golpeado. Amarrado como si fuera un perro, un animal. Manos sanguinarias acabaron con la vida de mi hermano. Nunca le hizo mal a nadie. Ayudó a muchísimas personas, y no pocas veces, llegó a quedar limpio después de darle lo único que cargara en los bolsillos a quien lo necesitara. “¿Padre, por qué me has abandonado?”, recitó el hijo de María y de José El Carpintero, a Dios cuando sintió que su muerte estaba cerca. ¿Padre, qué se hicieron mis oraciones, por qué no socorriste a mi hermano cuando más te necesitó? ¿Dónde estabas? Mañana, temprano, muy temprano, a las 10 a.m., sepultaremos a mi hermano Luis Alberto. Unos criminales asesinaron a mi hermano. Cerraron sus ojos para siempre. Empero, su alma está liberada. Libre. Yo lo sé. En algún lugar del universo mi abuelo Papa Chú y Mama Teresa lo esperan para abrazarlo y transformar su angustia y dolor en bálsamo de alegría. ¿Padre Mío, por qué no socorriste a mi hermano cuando más necesitó de ti? ¿Acaso es inútil la plegaria? ¿No dice la Biblia, en su Salmo 91, que “Caerán mil a tu lado, y diez mil a tu diestra, pero a ti no llegará”? Si yo supiera que mi hermano Luis Alberto, hubiere sido un delincuente, bajaría la cerviz, y aceptaría este inesperado golpe que ha marcado mi vida para siempre. Pero, Luis Alberto, mi hermano, era un hombre honesto, decente, un extraordinario hombre de negocios, un grandioso padre, un maravilloso hijo, un impresionable hermano, sin ninguna macula de maldad en su alma de niño. Nunca se le conoció enemigo alguno. Jamás habló ni se expresó mal de nadie. Hermético. Callado. Cuando estaba enfermo nunca se lo comunicaba a nadie, ni siquiera a nuestra madre, para no preocupar ni molestar a ninguno de sus allegados. Últimamente habíamos tenido una reunión muy familiar, propiciada por mi cuñado Francisco Olivera Palencia, y todos le preguntamos que si tenía algún problema, si temía algo, y a sus hermanos nos manifestó: “Mi mamá estará muy orgullosa de nosotros sus hijos; yo nunca he estado ni estaré involucrado en cosas malas”, y dirigiéndose a nuestra hermana Raquelita, dijo: “Siéntase orgulloso de mí, yo lo único que soy y seré toda la vida es un buen comerciante”. Y le creímos, y así lo creemos. Mi hermano Luis Alberto jamás llegó a contarme nada pérfido que pudiera poner en peligro su vida o que pudiera deshonrar el apellido de nuestra honorable madre, herencia de nuestros abuelos maternos. Por ello nos duelen los malsanos comentarios que impúdicos personeros sin oficios han lanzado a la calle para hacernos daño. Sin embargo, toda Carora conocía a mi hermano Luis Alberto. Toda Carora sabe que mi hermano era un buen hombre. Era amigo del pobre y del burgués, como me gusta llamar a los bolsas que idolatran el dinero y creen que ello es todo en el mundo; compartía y disfrutaba de las conversaciones con los limpiabotas y con tantas gentes que se le acercaban en la Panadería “Flor de Carora”, a pedirle “ Luis regálame algo que ando pelando”, y él, como cuenta mi hermano Andrés Eloy Álvarez, malhumorado de mentira, ripostaba : “ Chico, yo lo que tengo es la pura cara de rico, habiendo aquí setenta personas, te antojaste del más pendejo”, y no había terminado la frase cuando sacaba de su bolsillo lo que cargara y no solo le daba algo de dinero sino que también le pedía un café y comenzaba a charlar con esa persona de lo más normal como si lo conociera desde hace tiempo. ¿Padre Mío, por qué no socorriste a mi hermano cuando más necesitó de ti? Mataron a mi hermano Luis Alberto y una inmensa impotencia se convierte en lágrimas y la tristeza en el cuchillo que hoy quema lo que queda de mi alma.
leopermelcarora@yahoo.es

P.D: Hace un año mataron a mi hermano. Mi dolor sigue intacto, aunque, poco a poco, me he ido acostumbrando a ello. Mi hermano fue un comerciante muy brillante y honesto; hasta puedo asegurar que ninguno de sus hermanos –ni paternos ni maternos– nos asemejamos o nos acercamos a él. Ni siquiera sus hijos heredaron su sapiensa y habilidad comercial. Lamentablemente, Luis, tenía un defecto, un gran defecto: tenía alma de niño y como tal, era demasiado ingenuo. Hace un año me pregunté y hoy nuevamente lo hago, haciendo mías las palabras de San Agustín: “¿Quién sembró en mí este semillero de amarguras?”.


* Esta crónica salió publicada el día 18 de diciembre de 2009 en el diario El Impulso de Barquisimeto. Al día siguiente –el 19– a esos de las 6 de la tarde, saliendo de la casa de mi hermana Daybo Pereira Meléndez, fui víctima de un vil atentado, que me mantuvo entre la vida y la muerte. Permanecí treinta y cinco días, en tres clínicas diferentes; de los cuales, veinte en terapias intensivas y cinco días en estado de coma. Con anterioridad había recibido varias llamadas amenazándome con secuestrar un hijo mío o en tal caso a mí persona, si no entregaba una alta suma de dinero. Interpusimos la denuncia por ante el Grupo Anti-Extorsión y Secuestro del estado Lara, con sede en la ciudad de Barquisimeto. No hicieron nada al respecto. No trabajaron como ha debido ser. Días antes –lo recuerdo como si hubiera sido ayer– el Dr. Ramón Pérez Linárez me llamó, para advertirme que debía cuidarme, por una situación que hasta la fecha de hoy, no logro comprender cómo y de qué manera consiguió enterarse. (“Leonardo, vas a tener que cuidarte…”). Uno de sus socios, el Dr. Ramón Aguilar Lucena, defendió a una de las supuestas personas que secuestraron y ultimaron a mi hermano Luis Alberto. (He pensado que esa persona nada tuvo que ver con la muerte de mi hermano; nos hicieron creer –a mis hermanas, y a mí, que ello sucedió así–; empero, toda la familia y los verdaderos amigos de mi hermano Luis Alberto, consciente están –estamos–, que los autores materiales de su muerte, fueron funcionarios pertenecientes a un organismo policial represivo; y, los autores intelectuales, posiblemente, hayan sido ganaderos de la región). Tengo mi conciencia muy tranquila –no sé los demás– y no albergo en mi alma ni siquiera un grano de resentimiento contra nadie. Nunca he traicionado una amistad; mucho menos, por dinero. Mis manos no están manchadas ni se ensuciarán nunca de sangre. He sido, soy y seré siempre, un Príncipe de la poesía; un hacedor de lluvias, y como tal, actúo. Por otro lado, no me arrepiento absolutamente de nada; no me arrepiento haber intentado que se hiciera justicia en el caso de mi hermano Luis Alberto Meléndez, quien fue secuestrado y asesinado cobardemente, y después de su despiadada muerte, varias personas han pretendido mancillar su nombre, como un tal “gusano” que en plena sede de la Sociedad de Ganaderos de Occidente de Carora, para lucirse, difamó la memoria de mi hermano. Pero el pueblo caroreño es muy sabio y noble; la multitudinaria población que conoció de cerca a mi hermano, consciente está que él era un hombre virtuoso y distinguido, incapaz de hacerle mal a nadie, y que en ese inmenso cuerpo de hombre, convivía el espíritu de un travieso niño –sí, el mismo que tantas veces subió el Cerro de la Cruz a elevar papagayos con sus amigos– y que ahora lo hace desde el cielo.



 
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